David Lynch, el icónico director de la serie “Twin Peaks” y películas como “Blue Velvet” y “Mulholland Drive”, falleció a los 78 años debido a un enfisema pulmonar. Lynch fue conocido por su capacidad única para desafiar y seducir a los espectadores, fusionando lo camp y lo flamboyant con la oscuridad primigenia. Su obra no explicaba ni resolvía, sino que complicaba, expandía e hipnotizaba. La noticia de su muerte fue confirmada por su familia en una publicación de Facebook. Aunque Lynch ha partido, su legado cinematográfico perdura.
David Lynch nos enseñó a mirar y escuchar de otra forma. A los 78 años, el director de “Twin Peaks”, “Blue Velvet”, “Mulholland Drive” y tantos otros paisajes emocionales y pesadillas disfrazadas de sueño americano, abandonó este mundo tan parecido a uno de sus escenarios: un lugar donde el café es demasiado negro, los cielos siempre parecen a punto de desplomarse y los secretos nunca descansan en paz. Lynch se había estado enfrentando al enfisema pulmonar, un enemigo invisible que lo fue apagando lenta pero inexorablemente. El cigarrillo, como muchos de sus personajes, fue a la vez confidente y verdugo. Una lección lynchiana: todo placer tiene su lado oscuro, y la belleza, inevitablemente, se pudre.
La noticia de su muerte fue confirmada por su familia en una escueta publicación de Facebook. La red social —ese hiperespacio caótico donde lo banal y lo ominoso se encuentran— parece extrañamente apropiada para despedir a alguien que convirtió los suburbios de Estados Unidos en laberintos de perversión y maravilla. En un universo lleno de creadores que quieren “desafiar” a sus espectadores, Lynch fue uno de los pocos que realmente lo logró. No solo los desafió: los sedujo, los arrastró a sus visiones febriles, los invitó a bailar con las sombras. Él fusionó lo camp y lo flamboyant con la oscuridad primigenia, haciendo del sinsentido una experiencia profundamente humana. Su cine no explicaba ni resolvía: complicaba, expandía, hipnotizaba.
David Foster Wallace lo entendió como pocos. En su ensayo de 1996, “David Lynch Keeps His Head”, describió su obra como una disección de lo inexplicable: “Lynch se ocupa de lo que muchos directores evitan. Muestra el mal sin ironía, sin distancia, y nos deja ahí, solos, enfrentando el abismo sin filtros ni consuelo”. Para Wallace, “lynchiano” no es una palabra que se defina, sino una sensación que se reconoce cuando se vive: la certeza de que la realidad es apenas un delgado barniz sobre el horror. Ese horror puede venir en la forma de una habitación roja donde los sueños hablan al revés, de una oreja humana perdida en el césped perfecto, o del canto sedoso de un desconcierto llamado “In Dreams”. Hoy, ese horror nos visita con la partida de Lynch, un hombre que desentrañó la perversión latente bajo las fachadas impecables y la transformó en arte.
Se ha ido el director, pero queda su filmografía. Quedan sus sonidos y sus silencios, sus luces parpadeantes y sus pasillos interminables. El fin de David Lynch es solo otra escena. Una toma larga, misteriosa. Sin resolución.